Entonces escuché que en la otra cama, sutilmente, la Elena roncaba. Y ahí entendí. Entendí que el calor que verdaderamente te calienta no te lo dan las estufas, los calefones ni las camas lejos del piso, individuales y con muchas colchas. Hay otro calor, el que copa el corazón y de ahí como un cáncer va haciendo metástasis hacia todo el cuerpo; no es medible con ningún termómetro, pero el espíritu lo detecta, lo siente y, sobretodo, lo necesita.
Es el calor que dan los ronquidos estridentes y los disimulados, que cantan el trabajo arduo del cuerpo y la satisfacción del alma por el encuentro del día. Es el calor que dan las colchas compartidas, disputadas, ofrecidas, quitadas y devueltas, el de la cucharita, el de los chistes malísimos y el miedo globalizado a que se

Es el calor de ser humanos, de que seamos humanos, que se enciende con puñados de charamusca que hemos juntado al juntarnos, y la chispita que se forma con el choque de los corazones inconformes, soñadores, esperanzados y, sobre todo, amigos. Ese calor brota del balde que pasaba de mano en mano, crece en la montaña de escombros que formamos todos y llega al cielo cabalgando el humito de unos troncos en un balde de lata en la noche del flasheo.
Pero ahora el recuerdo me invade arrebatando a esta fresca de soledad, y se mete entibiando cada rincón con una sonrisa conocida, con un mate mal cebado o un raspón doloroso, hasta transportarme a una imagen ahumada que revivo con alegría. El recuerdo me recuerda que es hermoso vivir y darse, compartir y discutir, matear y comer, flashear y decir huevadas, destruir y construir... es hermoso ser humanos junto a ustedes. Tanque lleno!!